martes, 22 de noviembre de 2011

Luces de colores en el cielo.

Una habitación en un lugar desolado, rodeada de chatarra y basura. Desde afuera iluminan luces rojas y azules, que se introducen por las láminas de metal que cubren horizontalmente la ventana, proyectando largas sombras. Es un lugar muy caluroso, los gases emanan de rejillas en el suelo por todas partes. Un panorama de suburbios en una zona industrial; pero nadie quiere vivir allí. Las ratas se filtran por doquier. La lluvia que cae se evapora instantáneamente al tocar el suelo hirviente. Las palomas no se posan en los cables de energía, y constantemente suenan alarmas, como en una constante guerra, donde abunda el hambre y la tristeza. El viento que recorre los callejones levanta los periódicos que alguna vez circularon. Los generadores de energía no se detienen, un lugar que funciona sin humanos. Pero en esa habitación, un hombre con su tocadiscos, algún blues y a veces jazz, tiene una cocineta, prepara un café instantáneo viejo que encontró en un supermercado abandonado. En una esquina de la habitación hay unas escaleras que llevan directo al techo. Agarra el café que ya está listo, sube un poco el volumen de la música, y va en dirección a las escaleras; una vez arriba se sienta sobre las placas de metal que cubren su refugio. Toma un sorbo del café, desabotona su camisa y se recuesta. Intenta imaginar las estrellas. Y empieza a recordar…
Recuerda aquel día en que dio vueltas y vueltas sin sentido con esa hermosa mujer, hasta terminar mareados, recuerda la primera vez que la vio, y sin conocerla temió, tenía miedo de perderla, sin siquiera saber su nombre. Sonreía cada que recordaba dar vueltas. Pero era inmensamente triste.
Pronto abrió los ojos atormentado por sus recuerdos, golpeó el techo y cubrió su cara con sus manos.
Estaba lleno de rencor para con él mismo, odiaba no poder ser lo suficientemente bueno. Sentía impotencia, estaba completamente enceguecido. No era capaz de acabar con su propio sufrimiento, por lo menos aún le quedaba algo de “cordura”, a veces demasiada para este mundo.
Tenía tatuados en su corazón con tinta indeleble, los más profundos e importantes recuerdos, y solo eso lo mantenía vivo y sufriendo. Porque iluminaban luces que le hacían creer que de nuevo todo era posible, y después se apagaban. Pero aún estaba vivo. Y él estaba seguro que esto tenía un sentido. En un instante le salieron alas; retorciéndose del dolor rodó por el techo, y fue a parar a la calle, se levantó mirando el suelo, toco su espalda y se asustó, se apresuró a entrar al refugio y buscar un trozo de espejo que guardaba, para comprobar que de su espalda brotaban emplumadas, un par de alas. Se asustó pero, luego tomo compostura, de nuevo subió las escaleras hacia el gris cielo, intentó mover sus nuevas alas. En un principio con amotricidad, pero cada vez mejor, hasta elevarse poco a poco del suelo. En cuanto se sintió seguro, fue tan alto como pudo, hasta dejar atrás el asfalto del suelo. Mientras más subía más puntitos brillantes aparecían. Poco a poco las lágrimas fueron cayendo. Apretó los dientes y se dejó caer, para que la suavidad y el frío del viento le envolvieran, de repente recordó la aurora y que aún no era su hora. Retomó el aleteo, y con suavidad se posó sobre el techo.
Estaba exhausto y la temperatura había cambiado, el frio se apoderaba de la tierra entera. Y también de su corazón, se desvaneció, y no volvió a sentir en toda la noche; la peor de todas, olvidando sueños y recuerdos, nada que le mantuviera cálido, palideció, ya el sol no quería salir de nuevo. Todo el mundo se había apagado y el silencio recorría los rincones.

Profundo, muy adentro, olvidado, un punto de cualquier color. Un punto de esperanza, tan liviano y consumido, agonizando. Pero la tierra por completo no se detuvo, y varios meses después, lenta pero aun en marcha, dejó asomar uno tras otro los rayos del sol. El hombre envuelto en sus alas, entre abrió los ojos, y no recordó nada, olvidó su nombre, y su vida. Se puso en pié y tomo una máscara que seguramente había guardado por años y no recordó tampoco. La puso sobre su rostro, con un clima ahora helado, había nieve por todos lados, tomo unas botas, su bufanda, un abrigo y comenzó a caminar, a paso lento pero constante, se alejó del antiguo lugar. Y no paró de caminar. Trató de recorrer tantos senderos como pudo, escalo montañas, y descendió por cuevas. Nunca le importo morir y nunca murió. Trataba de recordar, pero nada llegaba a su memoria. Hasta que pronto encontró un lugar, que parecía diferente a todo lo que había visto hasta ahora. Una gran caída de agua, que generaba fuertes vientos en su base, y mucha vegetación; un silbido de un pájaro y en su mente algo se encendió, parecía conocido, muy familiar. De su corazón una gota se desprendió, empezaba a descongelarse. Un poco de agua bebió, y mucho mejor se sintió. Se reconforto y pronto asiento tomó. Guardando el habitual silencio, pero con la sutil diferencia, de una sensación anterior. Cerró los ojos. Y un beso recordó. Lo que por años había soñado. Le trajo tanta nostalgia, que entre risas lloró. De su bolsillo saco una foto, que la mirada le iluminó. El sol brillante, y los pájaros cantantes, se posaron sobre él, con los ojos encharcados y mudo sollozó. Un nombre, una vida, sus sueños profundos y gran melancolía. Anocheció y miró las estrellas, y se encontró con una sorpresa, luces de colores en el cielo. El allí solo murió, al amanecer, cuando la aurora ya no se veía, callado y sentado, esperando, con el corazón en sus manos pidiendo perdón y dando gracias. A la vida y al mundo.

A la mujer anhelada que aun sigue esperando.